sábado, 27 de julio de 2013

Para ti, Enrique

Recuerdo como si fuera ayer el día que te conocí. Entraba por la puerta de tu casa de Madrid, de la mano de tu hija Ana. Bastaron dos besos y una brevísima presentación para que me lanzaras la que sería la primera de tus preguntas trascendentales: "Mayma, ¿Es la muerte justificable en alguna ocasión?". Tras ella, un silencio incómodo, una cara de póker y un lío de ideas y palabras que no me llevaron a decir nada más que incongruencias. Esa pregunta desembocó en una larga conversación en la que me razonaste de la manera más increíble, por qué la muerte no puede justificarse nunca. Desde ese primer día, me dejaste marcada. Me pareciste la persona más interesante que, probablemente, hubiera conocido en toda mi vida; y esa opinión no ha cambiado en absoluto a día de hoy. 

Siempre guardaré en mi memoria todos y cada uno de los momentos que pude compartir contigo. Me gustaría recordar, aquí y ahora, tantos como mi memoria alcance: Las larguísimas sobremesas en las que prefería quedarme conversando contigo, o más bien escuchando mil historias y aprendiendo de ti, antes que tirarme en la playa a tomar el sol. Lo extremadamente detallista que eras con tu mujer y el amor que transmitías a tu familia. Cuando te ponías serio y acto seguido rompías a reír. La música maravillosa que sonaba de manera permanente en el salón de tu casa de Marbella. Los consejos amorosos, tu opinión sobre los chicos y tus previsiones de futuro. La pasión por un buen gintonic. Tu enorme sonrisa y vivos ojos esperando mis respuestas. Lo muchísimo que valorabas la sinceridad y la bondad. La charla y el tercer grado que nos hiciste a Ana y a mi al llegar a casa a altas horas de la madrugada, antes de meternos en la cama. Que nos esperaras despierto en el salón y nos despertaras a primera hora de la mañana para aprovechar bien el día. Los desayunos que nos traías a la cama, acompañados de una buena historia y un plan que, a pesar del sueño, no podíamos rechazar. La mañana de chocolate con churros en la plaza de los naranjos. Las dos visitas al hospital por culpa de mi otitis, y el mimo con el que me trataste en todo momento. La cena en Frutos, donde me diste a probar la mejor ensaladilla rusa que he tomado en toda mi vida, y los platos de ésta que traías a la hora de comer porque sabías que me encantaba. Lo hábil que eras conduciendo karts y lo que os reíais de mi por lo lenta que iba. La tienda de aquella calle peatonal de Marbella, donde me compraste un precioso pañuelo de seda y un pareo porque sí, porque te apetecía. La comida en la Gabinoteca y posterior visita al lugar en el que grababas tu querido programa, La Rebotica, y la oportunidad que me diste para participar en una de tus entrevistas. Los viajes al norte de España para las presentaciones de tus libros. La cantidad de personas que conoces y que te quieren, y aquella frase que decía que la calidad de un periodista es proporcional a su agenda telefónica, y haber pensado en ti automáticamente cuando me cambié de móvil y perdí todos mis contactos. 
En fin, no quiero continuar recordando, que las lágrimas empiezan a empapar esta bonita carta.

Eras y siempre te recordaremos como un hombre bueno, vitalista, despierto, curioso, amigo de sus amigos, entregado, educado, clásico y rebelde a la vez, generoso, astuto, simpático, embaucador, convincente, sincero, excelente conversador y mejor padre y marido, amante de la buena mesa, de la vida y de Galicia, organizador, conciso, directo y querido.

La última vez que te vi fue hace unas semanas, el día de mi graduación. Hacía dos años aproximadamente que no nos veíamos por contratiempos de la vida y, sin embargo, te mostraste tal cual eres, tal y como te recordaba. Me transmitiste lo necesario para irme tranquila, sabiendo que ese fue nuestro último adiós. Sentí que no me habías olvidado, sentí tus ojos alegres de verme, tu sonrisa sincera y tu fuerte abrazo de enhorabuena por haberme licenciado. Creo sinceramente que Dios te quiso poner en mi camino para que pudiéramos despedirnos. Me siento tremendamente orgullosa de haberte tenido como padrino de promoción. Echando la vista atrás, creo que no pude tener un regalo mejor.

Me gustaría darte las gracias por haberme dejado entrar en tu vida; por haberme acogido como a una hija más; por haber conocido a mis padres; por haberme enseñado tanto; haberme hecho razonar y reflexionar sobre temas de todo tipo; haberme corregido mil veces; haberme regañado cada vez que utilizaba una muletilla (al final, con una simple mirada me lo decías todo); haberme metido en tu guarida radiofónica; haberme abierto los ojos cuando lo he necesitado; haberme ayudado y aconsejado con las asignaturas que se me resistían; haberme hecho ver más allá de lo que se aprecia a simple vista; haberme subido la autoestima y haberme convencido de lo que valgo como persona, sacando a relucir mis defectos y virtudes... es tan larguísimo el etcétera de cosas que debería agradecerte, que se me amontonan las palabras y los sentimientos.

Muchas personas no entenderán esta carta o la acusarán de exagerada, pero eso no nos importa; tú me enseñaste que no nos deben importar. Te conservo en la memoria al igual que conservo los libros que me regalaste. Con un cariño inmenso y un recuerdo imborrable.

Estés donde estés, quiero que sepas que me considero la persona más afortunada del mundo por haberte conocido. Quiero que sepas que tú, Enrique Beotas, has sido mi mentor, no sólo en lo que al periodismo respecta, sino también en los aspectos más profundos de la vida.

Estés dónde estés, te vamos a echar de menos.
Con aprecio y mucho cariño,

Mayma

PD/ No sabes lo muchísimo que me ha costado redactar esto en pasado... ¡Cómo cuesta asimilar las cosas! Cuídanos a todos desde arriba.